Estimado Impostura:
Por la presente te comunico que me resulta imposible colaborar en este blog, al menos, temporalmente. Lo sé, estás disgustado, y lo entiendo, porque lo que te pierdes es mucho, pero al menos tengo un buen motivo que no dudaré en utilizar como improvisada protección frente a tus siempre sutiles ataques.
Estoy sufriendo un bloqueo.
Sé que hace falta ser escritor para poder sufrir ‘bloqueos’, y te aseguro que he pensado mucho sobre ello antes de confesártelo. Es casi un ejercicio de pedantería diagnosticarme a mí mismo este tipo de dolencia – porque aunque no lo creas, me duele más a mí que a ti-, pero no tengo más remedio que asumirlo y confesarlo.
Para llegar a esta conclusión, he realizado un analítico examen de mis circunstancias, siempre curiosas cuanto menos, y paso a exponer mis conclusiones a fin de que confíes en mi palabra.
En primer lugar, me sobra el tiempo. Habitualmente esto no es así, y la rutina laboral me mantiene en un estado de feliz letargo, como a otros muchos. Buenas y malas ideas cruzan por mi mente, y tras un confuso proceso de selección cuyos criterios nunca llegaré a comprender, decido cuales son adecuadas y cuáles no. Después pienso en lo fantástico que sería tener tiempo para dedicar a esos conceptos, pero me resigno, demostrando un alto grado de madurez, a no poder realizarlo por mis obligaciones laborales, y en ocasiones, conyugales.
Sin embargo, ahora no soy más que la puta definición de ‘parado’.
Siguiendo mi particular y sana tradición del despido veraniego, llevo ya más de un mes haciendo algo que no puede camuflarse tras eufemismo alguno: me estoy tocando los huevos. A una mano, a dos, o alternando, pero en cualquier caso no existe preocupación u obligación en mi vida que me obligue a levantarme del sofá, a menos que no alcance desde la horizontalidad algunos de los utensilios básicos para mi supervivencia. Resulta curioso, y permíteme la divagación, que las necesidades básicas varíen tanto dependiendo del contexto. En mi caso, la Coca-cola (y no digo refresco para no inducir a errores), el mando de la consola y el tabaco son imprescindibles para mantener mi cordura y estabilidad. Nunca se ha demostrado que funcionen, pero sigo confiando en ellos.
Tengo tiempo, por tanto, para dedicar a esos grandes proyectos aplazados, y sin embargo, me resulta imposible. No hay red de seguridad ni excusa para el fracaso: tengo los medios y el tiempo necesarios, pero no puedo hacerlo. Echo de menos, en definitiva, no ser el responsable directo de mis propias decisiones. Diluirse en el sistema es sencillo y reconfortante, ya sabes, y por lo visto, cuando uno se enfrenta a sus propias expectativas, no siempre sale bien parado del lance.
En segundo lugar, tengo el tema. No puedo escudarme en ningún tipo de escasez de ideas, ya que eso nunca ha supuesto un problema para mí. Con esto no quiero decir que mi cerebro sea una constante factoría de genialidades, ni mucho menos, y no hay más que escucharme hablar para cerciorarse de ello. Con esto quiero decir que, y vuelvo a hacer referencia aquí a mi complejo y confuso proceso de selección mental, todo me parece digno de un relato.
Pasé frente a lo que resultó ser el ‘Instituto de Investigación Teológica’, y decidí firmemente que escribiría sobre ello. Pensaba hacerlo en tono de humor, y describiría la situación: Un hombre en silencio frente a una habitación, esperando imperturbable alguna señal divina que demostrara su existencia. Lo imaginaba enviando emails para informar de sus avances, siempre nulos, y pensaba esforzarme más que con este pequeño resumen que en ningún caso representa de forma fiable la idea original.
Pensé también -en otro momento por supuesto-, en escribir algo sobre el consumismo alternativo y en como sustentamos todos de forma pasiva el sistema al que repudiamos. Me di cuenta, a saber porqué, de que ni siquiera la muerte evita que sigamos alimentándolo. Ya bajo tierra, seguimos pagando intereses al banco, y nuestros acreedores, siguen tomando de nuestra cuenta corriente su dinero. La hipoteca, la letra del coche, la subscripción al Cosmopolitan (mierda, me he ido de la lengua), se sigue cobrando de forma inalterable hasta que alguien informe de lo contrario. Obviamente, y desde que no se fabrican tumbas con campana para las resucitaciones milagrosas e inesperadas (¿Habrá otro tipo de resucitaciones?), es difícil que uno mismo pueda informar de su fallecimiento. Queda la cosa en manos de la familia, pero claro, a saber si están dispuestos a dejar de estar a la última en moda, y encima, por la jeta. Finalmente deseché la idea, ya que el tema me parecía demasiado profundo, y no creo que mi personaje estuviera a la altura, y desde luego, apropiado no era.
Mucho tiempo después, con suficiente espacio temporal como para recobrarme del esfuerzo, pensaba criticar abiertamente a nuestra generación. Resulta que la vetusta idea de que ‘el hombre nace para trabajar’ ya hace mucho que dejó de encajar con la visión que tienen del mundo los nuevos (no me quedan sinónimos). Ahora el hombre nace para divertirse, qué coño, Carpe Diem y resaca. Los hombres con traje nos la sudan, los mercedes nos la sudan, los jefes nos la sudan… y de repente, unos años después, nos encontramos a nosotros mismos tratando de destacar entre la manada de la única forma que sabemos, laboralmente. Nos felicitamos por los ascensos, hablamos de nuestros sueldos como si nos estuviéramos midiendo la polla, y calculamos nuestra trayectoria profesional para dilucidar si cumpliremos con nuestros objetivos finales. Nos damos cuenta de que hemos asistido a la universidad por un motivo, aunque no lo sabíamos. Pensábamos que sólo lo hacíamos para retrasar lo inevitable, y resulta que en realidad estábamos posicionándonos para cuando se nos pasara la tontería. Al final, resulta que el mercedes y el traje son unas de las mejores formas de demostrarle a los demás hasta que punto eres superior a ellos, sin tener que decírselo a la cara.
Pero no, al final no, no pude escribir ni sobre teología, ni sobre capitalismo, ni sobre la meritocracia, ni sobre el materialismo, ni sobre el fascinante arte de contar chistes, una de las últimas genialidades que pasó el filtro mental. Renuncio, y con total honestidad, te aseguro q no puede tratarse de otra cosa q no sea un bloqueo. Eso sí, ten por seguro que en cuanto me encuentre en disposición de escribir algo, serás el primero en saberlo.
Gracias por tu comprensión, y un cordial saludo.
Por la presente te comunico que me resulta imposible colaborar en este blog, al menos, temporalmente. Lo sé, estás disgustado, y lo entiendo, porque lo que te pierdes es mucho, pero al menos tengo un buen motivo que no dudaré en utilizar como improvisada protección frente a tus siempre sutiles ataques.
Estoy sufriendo un bloqueo.
Sé que hace falta ser escritor para poder sufrir ‘bloqueos’, y te aseguro que he pensado mucho sobre ello antes de confesártelo. Es casi un ejercicio de pedantería diagnosticarme a mí mismo este tipo de dolencia – porque aunque no lo creas, me duele más a mí que a ti-, pero no tengo más remedio que asumirlo y confesarlo.
Para llegar a esta conclusión, he realizado un analítico examen de mis circunstancias, siempre curiosas cuanto menos, y paso a exponer mis conclusiones a fin de que confíes en mi palabra.
En primer lugar, me sobra el tiempo. Habitualmente esto no es así, y la rutina laboral me mantiene en un estado de feliz letargo, como a otros muchos. Buenas y malas ideas cruzan por mi mente, y tras un confuso proceso de selección cuyos criterios nunca llegaré a comprender, decido cuales son adecuadas y cuáles no. Después pienso en lo fantástico que sería tener tiempo para dedicar a esos conceptos, pero me resigno, demostrando un alto grado de madurez, a no poder realizarlo por mis obligaciones laborales, y en ocasiones, conyugales.
Sin embargo, ahora no soy más que la puta definición de ‘parado’.
Siguiendo mi particular y sana tradición del despido veraniego, llevo ya más de un mes haciendo algo que no puede camuflarse tras eufemismo alguno: me estoy tocando los huevos. A una mano, a dos, o alternando, pero en cualquier caso no existe preocupación u obligación en mi vida que me obligue a levantarme del sofá, a menos que no alcance desde la horizontalidad algunos de los utensilios básicos para mi supervivencia. Resulta curioso, y permíteme la divagación, que las necesidades básicas varíen tanto dependiendo del contexto. En mi caso, la Coca-cola (y no digo refresco para no inducir a errores), el mando de la consola y el tabaco son imprescindibles para mantener mi cordura y estabilidad. Nunca se ha demostrado que funcionen, pero sigo confiando en ellos.
Tengo tiempo, por tanto, para dedicar a esos grandes proyectos aplazados, y sin embargo, me resulta imposible. No hay red de seguridad ni excusa para el fracaso: tengo los medios y el tiempo necesarios, pero no puedo hacerlo. Echo de menos, en definitiva, no ser el responsable directo de mis propias decisiones. Diluirse en el sistema es sencillo y reconfortante, ya sabes, y por lo visto, cuando uno se enfrenta a sus propias expectativas, no siempre sale bien parado del lance.
En segundo lugar, tengo el tema. No puedo escudarme en ningún tipo de escasez de ideas, ya que eso nunca ha supuesto un problema para mí. Con esto no quiero decir que mi cerebro sea una constante factoría de genialidades, ni mucho menos, y no hay más que escucharme hablar para cerciorarse de ello. Con esto quiero decir que, y vuelvo a hacer referencia aquí a mi complejo y confuso proceso de selección mental, todo me parece digno de un relato.
Pasé frente a lo que resultó ser el ‘Instituto de Investigación Teológica’, y decidí firmemente que escribiría sobre ello. Pensaba hacerlo en tono de humor, y describiría la situación: Un hombre en silencio frente a una habitación, esperando imperturbable alguna señal divina que demostrara su existencia. Lo imaginaba enviando emails para informar de sus avances, siempre nulos, y pensaba esforzarme más que con este pequeño resumen que en ningún caso representa de forma fiable la idea original.
Pensé también -en otro momento por supuesto-, en escribir algo sobre el consumismo alternativo y en como sustentamos todos de forma pasiva el sistema al que repudiamos. Me di cuenta, a saber porqué, de que ni siquiera la muerte evita que sigamos alimentándolo. Ya bajo tierra, seguimos pagando intereses al banco, y nuestros acreedores, siguen tomando de nuestra cuenta corriente su dinero. La hipoteca, la letra del coche, la subscripción al Cosmopolitan (mierda, me he ido de la lengua), se sigue cobrando de forma inalterable hasta que alguien informe de lo contrario. Obviamente, y desde que no se fabrican tumbas con campana para las resucitaciones milagrosas e inesperadas (¿Habrá otro tipo de resucitaciones?), es difícil que uno mismo pueda informar de su fallecimiento. Queda la cosa en manos de la familia, pero claro, a saber si están dispuestos a dejar de estar a la última en moda, y encima, por la jeta. Finalmente deseché la idea, ya que el tema me parecía demasiado profundo, y no creo que mi personaje estuviera a la altura, y desde luego, apropiado no era.
Mucho tiempo después, con suficiente espacio temporal como para recobrarme del esfuerzo, pensaba criticar abiertamente a nuestra generación. Resulta que la vetusta idea de que ‘el hombre nace para trabajar’ ya hace mucho que dejó de encajar con la visión que tienen del mundo los nuevos (no me quedan sinónimos). Ahora el hombre nace para divertirse, qué coño, Carpe Diem y resaca. Los hombres con traje nos la sudan, los mercedes nos la sudan, los jefes nos la sudan… y de repente, unos años después, nos encontramos a nosotros mismos tratando de destacar entre la manada de la única forma que sabemos, laboralmente. Nos felicitamos por los ascensos, hablamos de nuestros sueldos como si nos estuviéramos midiendo la polla, y calculamos nuestra trayectoria profesional para dilucidar si cumpliremos con nuestros objetivos finales. Nos damos cuenta de que hemos asistido a la universidad por un motivo, aunque no lo sabíamos. Pensábamos que sólo lo hacíamos para retrasar lo inevitable, y resulta que en realidad estábamos posicionándonos para cuando se nos pasara la tontería. Al final, resulta que el mercedes y el traje son unas de las mejores formas de demostrarle a los demás hasta que punto eres superior a ellos, sin tener que decírselo a la cara.
Pero no, al final no, no pude escribir ni sobre teología, ni sobre capitalismo, ni sobre la meritocracia, ni sobre el materialismo, ni sobre el fascinante arte de contar chistes, una de las últimas genialidades que pasó el filtro mental. Renuncio, y con total honestidad, te aseguro q no puede tratarse de otra cosa q no sea un bloqueo. Eso sí, ten por seguro que en cuanto me encuentre en disposición de escribir algo, serás el primero en saberlo.
Gracias por tu comprensión, y un cordial saludo.